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En los últimos tiempos, se ha producido un giro en la forma de entender los problemas emocionales y de conducta, pasando de un modelo de déficit, sustentado en la exclusión, a un enfoque basado en la inclusión que centra su interés, no tanto en el tratamiento individual de la conducta del niño, como en el análisis de las prácticas educativas que pueden contribuir a su prevalencia. Así pues, es necesario que la escuela consiga emanciparse de esta máquina burocrática que la absorbe, buscando soluciones más inclusivas para dar respuesta al problema, e implicando al resto de la comunidad educativa. En este sentido, reflexionar sobre la propia acción docente es de vital importancia. Para ello, los profesores tendrían que repensar acerca de las oportunidades que dan a sus estudiantes, si refuerzan las cosas que hacen bien o si les prestan la suficiente atención. Precisamente, en esta relación docente-discente se debería prestar especial atención a la comunicación que se establece en el aula, cuidando la dimensión emocional y propiciando experiencias de éxito que rompan el círculo negativo de incapacidad-fracaso. Igualmente, resultaría beneficioso que los profesores contasen con recursos materiales y el apoyo del resto de profesionales del centro y de las familias. En definitiva, se trata de buscar aquellos mecanismos o estrategias que impulsen, y a la vez contribuyan, a cambiar el comportamiento de todas aquellas personas que forman parte de la organización escolar.
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